Martes 29 de octubre. Pozuelo de Alarcón, Madrid, amanece cubierta por una densa niebla. Parece que el otoño se ha (re) instalado en la ciudad después de ese veranillo aletargado que nos hacía creer que el frío todavía no había llegado para quedarse. Iñaki Urdangarín desciende del coche de alta gama que le traslada desde la prisión de Brieva hasta el centro don Orionde donde cumple con las obligaciones impuestas por su condena de cinco años y diez meses por su participación en el Caso Noos. Hace voluntariado, o tal parece.
El marido de la Infanta Cristina no da puntada sin hilo. En su rostro se aprecia el peso de los años. La nariz aguileña, las profundas bolsas en sus ojos y la piel ajada evidencian que no está atravesando su época más dorada. Pero no quiere demostrar debilidad. Sonríe -casi más bien ríe- ante la presencia de los medios de comunicación. Aunque evita hacer declaraciones, saluda con cuestionable sinceridad a los periodistas que buscan sus reacciones. Su sonrisa vuelve a aparecer. Una muesca que resulta provocadora y hasta humillante para ese pueblo que desmonta así aquello de que los ricos también lloran. Urdangarín vuelve a pecar de soberbia. La misma que abrazó cuando, cubierto por el manto del poder, jugó a lo prohibido pensando que nunca sería cazado.
Iñaki debería ser más humilde. No suenan creíbles los informes que la educadora social de la cárcel en la que se encuentra ha remitido al juzgado para dar vía libre a su semilibertad. Me pregunto hasta qué punto su actitud ante la prensa está aprobada por su mujer. Tal vez por su suegra. Tal vez por el rey Juan Carlos. De no ser así, no entiendo como nadie le para los pies y le recuerda que es un delincuente sin corona.