Póngase en situación. Llega un puente. Prepara con ahínco una escapada con amigos a una ciudad del África Septentrional. Sube acelerado a un taxi que aguarda en una esquina de un barrio bien de Madrid. Dentro espera una de las amigas con las que va a hacer el viaje. Le besa rápidamente y saluda afectuoso al taxista. Ambos responden con premura que van a la Terminal 1. Imagínese que usted es periodista y que su acompañante es abogada. Y que durante el trayecto -de menos de treinta minutos- reciben noticias sorprendentes de un caso mediático que ambos tratan. Ella porque defiende los intereses de una de las protagonistas. Él porque ha transmitido y descubierto algunas de las tramas ocultas del caso. Ambos comentan las vicisitudes del asunto y abordan, con evidente sorpresa, la aparición de un tercero que busca arrebatar la custodia a una de las protagonistas.
El círculo se cierra. En la conversación participan otras dos personas a través del teléfono. Una es la protagonista y, la otra, el representante legal de otro de los protagonistas. Silencios que se entrecortan a toda velocidad. Ningún titubeo. Llegan a la terminal con evidente agotamiento. Y dan seis euros de propina al taxista que, con excelsa amabilidad, coloca en tierra las maletas con las que viajan. Entran en el aeropuerto y, mientras uno hace sus gestiones, la otra realiza llamadas intermitentes para resolver entuertos legales. Cuatro horas después llegan a su destino y saborean un enigmático tajin de pollo.
Y, de repente, su nombre aparece en televisión porque un taxista decide hacer pública una conversación inexistente
Al regreso de sus cortas vacaciones prenden el televisor. Imagínese escuchar su nombre. Reiteradamente. Sin motivo. Imagínese que sí, el taxista que les llevó hasta el aeropuerto asegura haber interceptado aquella conversación a cuatro que mantuvieron durante el desplazamiento. El mismo revela situaciones que (incluso habiéndose producido) suponen una intromisión flagrante en su intimidad. Aquello de lo que usted habló en privado en un taxi se difunde distorsionado y alterado en público con la advertencia de que, además, hay una cinta que parece demostrar algo incierto. El conductor insiste en que posee la grabación de su conversación y que, incluso, está dispuesto a hacerla llegar a quien quiera escucharla. Pero nunca la manda. La mermelada, el perro y Ricky Martin.
Pues deje de imaginar. Porque esto que les escribo es tan real como que me ha sucedido. Es la historia de un taxista que demuestra que al miedo de encontrar la muerte en la carretera por una ataque de somnolencia inesperado, se debe sumar el de sufrir la desvergüenza de quien quiere un minuto de popularidad al precio que sea. Eso, y no otra cosa, es morir de fama.