Recuerdo con cierta angustia cuando de pequeño me insultaban, como a muchos otros, por mi orientación sexual. Me señalaban por ser diferente mucho antes de que yo lo supiera. Crecí luchando por no avergonzarme de aquello que yo no había escogido. Me debatía entre la asunción y la negación, tal vez porque en ciertas reuniones familiares escuchaba cómo se criminalizaba al homosexual. Al grito de «ese es maricón», los adultos ridiculizaban las maneras afeminadas y se carcajeaban tarde tras tarde mientras en mí se despertaba la frustración, el miedo y la inseguridad.
El paso del tiempo, la formación, el deseo y la independencia me sirvieron para asimilar que amar a un hombre siendo hombre no era ninguna condena. Que tampoco debía esconder la verdad con respuestas vacías a las reiteradas preguntas sobre mis amores. No me hizo falta confesar mi homosexualidad. En mi caso fue mucho más fácil. Recuerdo que fue mi madre la que, dándole normalidad, me soltó a bocajarro que sabía que tenía novio. Me sentí liberado.
Hace pocas horas, Pablo Alborán compartía con el mundo que es gay. Una confesión valiente para alguien que convive en una industria, la del disco, que acepta a regañadientes que sus estrellas no sean heterosexuales. Pablo ha dado un paso al frente de forma elegante al detenerse en aquellos que todavía no pueden vivir sin el estigma de ser homosexuales, de los que son presos silenciosos de una homofobia que hoy también ha diseminado las redes sociales. Porque detrás de esos comentarios que tachan de innecesario su testimonio, se esconde el rechazo a la libertad de quien necesita desprenderse de sus represiones e indicar cuál es el camino a seguir. Porque Pablo también estaba harto de tener que divagar en entrevistas y de esconderse para no ser fotografiado disfrutando de su verdadera vida. Ahora es un poco más libre, pero sobre todo es mucho más feliz.
Sin quererlo también habrá hecho la vida mucho más fácil a esos niños que son humillados, agredidos e insultados en los colegios e institutos por ser homosexuales. Tal vez el testimonio de Pablo no será suficiente para que tengan el arrojo de enfrentarse a sus acosadores, pero estoy convencido de que si en mi infancia hubiera tenido referentes homosexuales a los que admirar, hubiera llorado menos y reído más. ¡Muchas gracias Pablo!