Estoy indignado. Escribo estas líneas entre la felicidad de haber visto como se resuelve un caso que he seguido y perseguido desde el principio y la desazón por no entender la reacción del protagonista principal. Javier Santos ha sido nombrado oficialmente hijo de Julio Iglesias. Una noticia que llegaba el pasado miércoles y que ha servido, por el momento, para poner el broche de oro a una batalla judicial que nunca debió iniciarse.
Julio tendría que haber reconocido desde el principio a un joven noble, trabajador y cariñoso. Debería haber asumido la misma responsabilidad que abrazó cuando decidió mantener una relación extra matrimonial con María Edite Santos. No se entiende la actitud de una estrella internacional cuya imagen se ha roto en mil pedazos por su mala cabeza. Es tan consciente de que se ha equivocado que ni siquiera se deja ver en esta España que ahora le observa con la mirada de un hijo sin padre.
No se entiende la actitud de Julio ni tampoco la de quienes le acompañan. Sobre todo porque alguien de su entorno debería hacerle entrar en razón y demostrarle que está equivocado. Ojalá recapacite cuando no sea demasiado tarde y sea capaz de mantener una conversación con su hijo. Y por qué no, también con la opinión pública.
Jamás, nunca, Javier ni su madre me han pedido remuneración económica alguna por contarme su testimonio
En cualquier caso, me alegro de la alegría (contenida, pero alegría) de Javier. Hace unos días me contaba -y así lo he publicado en Corazón- que lo más importante en esta batalla que parece interminable es la felicidad de su madre. Es su única preocupación, tal vez también su única motivación. Javier quiere que su Maria Edite recupere la dignidad que le borraron de un plumazo los estómagos agradecidos que, durante años, pretendían menoscabar su honor con comentarios machistas injustificables. Aquellos que en su día vociferaron en su contra, hoy callan amargados y sobrepasados por un fallo judicial que es verdaderamente incontestable.
Los únicos argumentos combativos giran en torno a lo económico. Palabras vacías que pierden fuerza al ser contrastadas. Jamás, nunca, Javier ni su madre me han pedido remuneración económica alguna por contarme su testimonio. Nunca les he pagado y ni siquiera se han interesado por saber cuál podría ser el cache a percibir. Su única obsesión ha sido siempre la de mostrar una lucha que es la de todos. Que esto no acabe aquí.