Vuelve Isabel. Vuelve la Reina de la Tonadilla. Vuelve Pantoja. Habrá que esperar a que finalice el verano para poder disfrutarla al completo. Sus fans cuentan las horas después de que remitiera un mensaje de lo más inspirador agradeciendo las muestras de afecto recibidas tras su cumpleaños. Hay mono de Isabel Pantoja.
Para su regreso solo pido dos cosas: el Ave María Rociero y el Garlochí. La primera porque será el cierre perfecto -como casi siempre en sus conciertos- y la segunda porque fue uno de los grandes éxitos que le encumbró a la fama. El pan, migaíto con café, con el que abría la puerta al amor, desamor, a la traición y a la seducción.
«Morder el cuerno del morlaco»
Pantoja roza la divinidad sobre el escenario. Es magnética. Su nombre es vitoreado como el de una Virgen. Y ella se deja querer. Se siente fuerte, deseada, poderosa, invencible. Es allí donde encuentra la paz verdadera. Sin las noches aciagas ni las mañanas tristes. Sin los titulares escandalosos ni los líos judiciales. Entre el público, es la Reina. Su impenetrable mirada, su voz rasgada, sus gestos y maneras recuerdan que Pantoja es la única cantante de música española que nos queda. Con su regreso, se cierra un círculo. Pero no todo.
Quiero observar su desnudo y que muestre sus cicatrices. A fin de cuentas, cada uno tiene las suyas. Y las de Pantoja no son de arma blanca, sino de vida.
Me gustaría ver a la Isabel de la década de los noventa. A la artista que se paseaba por los platós promocionando su música y regalando titulares. Mirando a cámara, haciendo crecer la leyenda. Exprimiendo la vida. A sus sesenta y dos debería torear desde el albero. Morder el cuerno y retar al morlaco. Se lo merece.
Ha pasado demasiado tiempo viendo los toros desde la barrera, con distancia, quizás con miedo. Gritando sin que nadie pudiera escucharle. Lamentándose sin que sus lágrimas pudieran ser consoladas. Pero la gente tiene mono de Pantoja. Quieren -queremos- sentirla cerca, accesible, divertida, capaz de conmover. Qué más da cuantos errores haya cometido, las veces que se haya equivocado o los aciertos que haya logrado. Es una estrella y no necesita pedir permiso para brillar.
Por eso me pregunto qué sería de la crónica social española si su nombre no fuera ligado al nuestro. Es la protagonista involuntaria de fábulas que se escriben muy a su pesar. Y ahí sigue ella. Impertérrita, bailando en el filo de la navaja. Buscando la salida de laberintos de difícil acceso.
La Isabel de hoy me recuerda a Jesulín de Ubrique. Él mismo me confesaba hace unos días durante una entrevista que tanto daño público había borrado parte de la esencia con la que conquistó a media España. Esa misma que ahora ha conseguido recuperar mostrándose cercano frente a las cámaras, frente a su público. Pantoja debería seguir sus pasos. Sobre todo porque es, sin miedo a equivocarme, la última de un abanico de famosos de nombre y casta cuyas vidas merecen ser contadas. Incluso admiradas. Quiero observar su desnudo y que enseñe sus cicatrices. A fin de cuentas, cada uno tiene las suyas. Y las de Pantoja no son de arma blanca, sino de vida.