Despojados de sus coronas. Como dos ciudadanos más. Como dos amantes del séptimo arte. Así se presentaron Letizia Ortiz y Felipe de Borbón el pasado viernes en los cines Kinépolis de Pozuelo de Alarcón. Demostrando su apego a la cultura, la pareja disfrutó de la versión original de SULLY, la última gran producción de Clint Eastwood. El film, que cuenta las hazañas de un piloto de avión que se vio obligado a amerizar sobre las aguas del río Hudson consiguiendo que el pasaje a bordo resultara ileso, es todo un éxito en taquillas.
Letizia y Felipe se mostraron expectantes desde el inicio de la proyección. Lo hicieron de incógnito y bajo la atenta mirada de quienes, afilando su olfato, consiguieron desvirtualizarles entre los destellos de la pantalla. Acudieron solos. Sin sus dos hijas. Apenas se podía discernir si, junto a ellos, descansaban, también, cubos de palomitas y acartonados refrescos. De lo que no cabe duda es de que, el suyo, fue un viaje a los tiempos de soltería. A aquellos días en los que, sin más obligaciones emocionales que las de amarse, visitaban los cines de Tirso de Molina para descubrir, una y otra vez, cintas en VO. Porque, lo que para muchos puede ser un acto estridente, gestos como este no son más que el ejemplo de normalidad en un matrimonio -a prueba de bombas- que busca un momento para la dispersión.
Son estos actos los que consiguen desdibujar la imagen de hieratismo y encorsetamiento de Doña Letizia. Esa mujer a la que tachan de ser una extraña en Palacio y que, sin miedo a equivocarme, ha conseguido eliminar, de un solo plumazo, el clasismo recalcitrante del pasado. Mis felicitaciones.