Quince años han pasado desde que el Príncipe Haakon contrajera matrimonio con Mette-Marit una chica desconocida para la nobleza, problemática y díscola. En aquel momento y a pesar de la negativa paterna, Haakon decidió convertirse en ese príncipe azul de los cuentos Disney, que salva de un encierro a su amada para convertirla en su compañera de por vida. Hasta ahí, el cuento funciona, pero la vida y las responsabilidades son otras.
«Lo que un concierto de rock une, que no lo separe la realeza», debieron pensar, y antes de que nadie se opusiese frontalmente, decidieron irse a vivir juntos, lo que provocó una revolución en la conservadora sociedad noruega, que no veía con buenos ojos que su próximo representante del país uniese el futuro de la nación a una mujer que, según y en sus propias palabras, «frecuentaba lugares de dudosa reputación». Una mujer que además se había unido de por vida a un hombre condenado por tráfico de drogas con el que tuvo a su primogénito Marius – y al que visitaba en prisión- y, por si no fuera poco, acudía a un programa de televisión en busca del amor perdido.
Durante los primeros años de matrimonio, protagonizaron románticas instantáneas, culminadas con la llegada de dos vástagos más, Ingrid Alexandra y dos años después a Sverre. El matrimonio vivía sus mejores momentos, eran la estampa de la felicidad absoluta, la demostración empírica de que el amor está por encima de los prejuicios sociales, pero el tiempo y sólo el tiempo es el que demuestra que «perros y gatos» no se casan. Y poco tiempo después, a partir del 2014, Mette-Marit comenzó a dar muestras silenciosas, pequeños gestos que en un principio pasaban inadvertidos, pero que poco a poco se fueron instaurando cada vez más en una princesa afligida.
Por más que Mette- Marit hiciera lo imposible por ganarse el afecto y respeto del pueblo noruego, no lo consiguió. De hecho, y para lavar su imagen, fue representante de la ONU en su lucha contra el SIDA y mostró su apoyo incondicional al colectivo homosexual, pero lo cierto es que no está -o más bien no consigue estar- a la altura de las circunstancias. Quizás por eso su hija Ingrid –heredera del heredero al trono noruego- desde los doce años acompañe a su madre en diversos actos. No sólo para ir preparando a la futura reina de Noruega sino para que los ciudadanos vayan asumiendo que Ingrid Alexandra, a diferencia de su madre, si estará preparada para reinar.
Este distanciamiento llegó a pasar factura a Marius, cuya relación con el marido de su madre se enfrió, lo que se hizo visible en numerosos actos. Aunque sabe y entiende que no tiene ningún deber real, sí es verdad que la familia real nunca le hizo de menos y siempre formó parte activa de la familia, sin hacer distinciones entre los hijos de Haakon y él. Tanto es así que hay pruebas gráficas que atestiguan la excelente relación entre hijastro y padrastro.
Todo ello impide que el Rey Harald V no pueda abdicar en su hijo y nuera, para dar paso a la nueva generación, como hicieron sus homólogos Beatriz de Holanda y Alberto de Bélgica o nuestro rey emérito, Juan Carlos de Borbón. De hecho, la casa real noruega ha tenido que salir al paso de las especulaciones con respecto a la actitud de Mette- Marit, que muestra una absoluta dejadez a la hora de vestirse. Ya se sabe que la vestimenta también comunica, un estado de ánimo y pertenencia a un grupo social. Y los estilismos y actitud de la princesa hablan por si mismos. No se encuentra y eso se ve en sus out- fits, siempre inadecuados e inapropiados. De hecho los periódicos noruegos se preguntan si estamos ante otra Princesa Masako, recluida hace años por no poder soportar la presión de la corte nipona. Nada, ni la presencia de su marido parece poder sacarla de ese hastío.