El pasado jueves Rocío Flores cumplía veinte años. Una cifra redonda que pudo haber terminado en felicidad pero que, como viene siendo habitual en los días señalados, se convirtió en un mar de lágrimas. Confieso que esa misma mañana recibí una llamada telefónica que me advirtió del amargo momento que estaba atravesando la adolescente: «Echa de menos a su madre y ya veremos cómo pasa el día», me dijo mi interlocutora. No tardé en coger mi teléfono móvil. Venció la naturaleza a la profesión. Escribí un borrador un mensaje que borré en varias ocasiones. Me inquietaba entrometerme en un asunto que, en lo personal, no era de mi incumbencia.
Al final acabé enviándolo. Era un texto dirigido a Rocío Carrasco en el que le transmitía el ardor de su hija. El dolor de una ausencia, cada vez más asfixiante, que le impide avanzar. Le insinué que Ro necesitaba una llamada, el gesto definitivo que sirviera para apagar el fuego y plantar nuevas semillas. Rocío tardó poco, muy poco, en responder mi mensaje. Pensé que había conseguido lo que parecía imposible: unir a una madre y a una hija. Evité hacer comentarios en público sobre mi decisión. No era mi objetivo, aunque sí aposté en directo que habría felicitación.
Sonreí al pensar que lo había hecho, que la Carrasco solo necesitaba el empujón de alguien externo para tender un puente a la esperanza
Reconozco que mi día transcurrió en vilo. Esperaba que algún compañero de Sálvame subiera al pulpillo para anunciar que, después de cuatro años, se había producido el reencuentro. Busqué en Hola la reseña sobre el acercamiento. No encontré nada. La ausencia total de noticias me hizo llegar a sospechar que Rocío y su hija habían alcanzado un pacto: se había producido la comunicación pero ambas habían optado por mantenerlo en silencio y evitar, así, comentarios que pudieran entorpecer la reconciliación.
Sonreí al pensar que Rocío lo había hecho. Que mi intuición no se había quebrado. Que la Carrasco solo necesitaba el empujón de alguien externo para tender un puente a la esperanza. No fue así. Un whatsapp durante el viernes me sacó de mi ensoñación. Preferí no contarlo. Rocío Carrasco no había telefoneado a su hija. Tampoco le había escrito un mensaje. Cero contacto. Ningún acercamiento. Mi teléfono sonó de nuevo y, desde los auriculares, la voz derrotada de quien me enumeraba las lágrimas de la joven Ro. Me cuesta entenderlo. Me pregunto qué pasará para que ni siquiera ese mensaje pudiera conmoverle.
Rocío Carrasco podría haber encendido una vela entre tanta tiniebla. Pero no lo ha hecho. Ha preferido el silencio, incluso pisotear el manto protector.
Ahora, en cambio, hay quien especula con la posibilidad de Rocío abandone ese hermetismo claustrofóbico que le envuelve. Dicen que podría resolver, al fin, tantas amargas incógnitas. Pero me temo que será demasiado tarde. De nada le servirá presentarse descangallá para explicar que lo suyo forma parte de una fábula que se ha escrito muy a su pesar. Resultaría inútil salir de esa Fortaleza en la que se atrinchera para batallar en primera línea de fuego. Tiene, a sus pies, demasiados cadáveres revueltos. Ya son demasiadas las notas discordantes que suenan en tesituras diferentes. Demasiadas voces dispuestas a silenciar la suya.
Tal vez ha desaprovechado oportunidades para encontrar la luz. Ha pisoteado ese manto protector que la cubría. Podría haber encendido una vela entre tanta tiniebla. Pero no lo ha hecho. No ha dado un paso al frente para sacudir conciencias y, ni si quiera, para justificarse. Quizás ya nada sirve.